Santiago de las Vegas. Diciembre de 1953.
El autor. 1959. |
Todos los
totalitarios (el negro, el blanco, el rojo) se apoyan en ese sofístico
enunciado. Todos empiezan anteponiendo a cualquiera otra aspiración la de
llenar el estómago para llegar, en seguida a la burla de la libertad, a
considerarla “un prejuicio de anarquistas y pequeños burgueses”, con Lenin; “un
cadáver que infesta el mundo”, con Mussolini.
Y todos, cuando se acercan al trabajador le repiten lo de que “Hablar de libertad, sin pan es una burla”; cuando se acercan a quien no pertenezca a la clase obrera, sacan el pie un poco más adelante y le dicen “que hablar de libertad, en esta hora del mundo, es una solemne tontería….”
En el primer caso
expresan una verdad a medias, una verdad sofisticada, que lleva intenciones
envolventes; en el segundo caso dicen una mentira monda y lironda; pero halagan
el sentimiento muy extendido entre profesionales y burguesillos de poca monta,
contrario a cuanto contenga esencias liberales. Una y otra vez, van a lo suyo:
a encadenar el arbitrio de los demás en beneficio del arbitrio propio. Es
decir: a sujetar la libertad ajena, para hacer ellos cuanto les venga en ganas.
Siempre y en
todos los casos, están destruyendo las posibilidades superadoras del hombre y
de la sociedad.
Porque, la línea
del progreso, se traza, para los individuos y los pueblos, con esfuerzos de
libertad; y nunca un agregado social indiferente al mantenimiento de sus
derechos, consiguió perdurar y robustecerse a través de la historia.
El pan primero.
El pan sobre todo. Después, como cosa de adorno, como cosa superflua, la
libertad… Pero, ¿para qué quiere el hombre, en cuanto a animal superior (ser de
intelecto y voluntad) comer y vivir?
Pensar,
divertirse, amar, todo eso libremente, sin ajena imposición, sin reducciones
fuera de las que marque la naturaleza y los imperativos del necesario
agrupamiento en sociedad son imperativos por donde se manifiesta la existencia.
Sin ellos, sin el goce pleno de sus facultades en todos los órdenes, el hombre
desciende a la categoría de bestia: se empareja al bruto domesticado, para
quien tiene el amo señalados los momentos de cada función y la dimensión de
éstas.
“No sólo de pan
vive el hombre…” Sería más exacta la frase evángelica diciendo: “Con sólo el
pan, no vive el hombre”. Por ora parte: ¿qué pan puede ser el de aquél a quien
se le roba toda ocasión de ejercitar su voluntad, retaceándole cuanto de
justicia le pertenece? ¡Ah! Era preciso llegar a esta época del maquinismo
monstruoso, de la mecanización universal que amenaza con tragarse el mundo,
para presenciar el triste espectáculo de partidos y movimientos públicos en los
cuales se integran millones de seres pensantes, renegando de la libertad, proclamando
la doctrina envilecedora de la panza repleta y el cerebro vacío y el corazón seco. Sin embargo, jamás tuvo el
hombre perspectivas más brillantes respecto a las posibilidades de conseguir el
alimento sin mayor esfuerzo y gozar la libertad en un grado mayor: ya ni la
lucha contra los demás hombres y contra los elementos, de los tiempo
prehistóricos; ya la producción abundante, las comodidades fáciles, la consecución
de nuevas ventajas aseguradas…
Viene el terrible
equívoco, la mortal afirmación liberticida, como legítima consecuencia de
considerar el Todo a la manera de una inmensa maquinaria entre cuyos engranajes
recuenta el hombre. No como una célula viva, cambiante y creciente, entre cuyos
factores principales, está la criatura humana. Se hace a ésta, jugar el papel de
tornillo, de rueda; no se le concede la facultad, nacida en sus condiciones vivificantes,
de experimentar sensaciones colocadas dentro del ámbito universal, pero ajenas
a las apetencias materiales inmediatas.
Cuando se afirma
“Todo tiene su raíz en lo económico”, se olvidan el sentido artístico, presente
en las iniciales etapas del desarrollo humano; se borra la afición a lo bello
(o a lo diferente, a lo que sorprende), el potente ímpetu que da nacimiento y
forma a las normas convencionales o no de moral.
Y todo eso existe
desde el principio de los principios: existe en el habitante de las cavernas
cuyos dibujos admirables nos hablan de las faenas ejercitadas por él, hace
incontables siglos, de los animales que le acompañaban, sirviéndole u
obligándole a defenderse; existe en las tribus lejanas, que, sin necesidad
material y sin agregar a las vasijas que fabricaran ventaja o comodidad alguna,
tallaron su alfarería con preciosas muestras de su genio; existe en las danzas,
en los cantos, en las sagas o leyendas,
transmitidas de boca en boca, por rapsodas anónimos, a quienes se escuchaba con
religiosa atención y para quienes se reservaba, junto a la hoguera primitiva o
cerca de la chimenea de gruesos leños, el mejor trozo de carne y el mejor trago
de la bebida toscamente fermentada.
Lo económico
redunda sobre lo politico y social, sobre lo inventivo o lo puramente
artístico; pero a su vez, esas expresiones del intelecto, redundan e influyen
en lo económico, poderosamente.
Y así la cuestión
del pan y la libertad; se quiere pan porque su posesión otorga libertad para
olvidarse del pan; se quiere libertad, porque el hombre libre puede, con la
libre cooperación de sus iguales, conseguir alimento abundante y seguro; porque
la pobre vianda comida sin que se deba a la munificencia ajena, sabe mejor que
los más ricos manjares ofrecidos a cambio de la personalidad.
Bien lo dijo
quien había conocido las humillaciones dolorosas contenidas en el favor y las
heridas punzantes causadas por el cepo de las prisiones:
“La libertad,
Sancho, es el don mayor que a los hombres hicieran los dioses”.
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