por José Evidio García | Madrid, España
No soy persona dada a ver o creer en fantasmas, pues con los años he aprendido temer más a los vivos que a los muertos. En realidad muchas cosas aparentemente extrañas y sin explicación, que en alguna ocasión podamos haber visto u oído, la mayoría de las veces corresponden a fenómenos de origen natural, físico o químico. No obstante, en una ocasión siendo todavía niño tuve una experiencia paranormal que relato a continuación:
Corría el mes de agosto del año 1949 y mis vacaciones escolares las pasaba en una casona de la familia materna, situada en una céntrica calle de Santiago de Cuba, donde también vivía mi abuela. Una tarde me ocurrió algo insólito y sin explicación aparente, que se ha quedado grabado para siempre en mi memoria.
La casona en cuestión, que aún existe con algunos cambios estructurales, contaba con seis habitaciones, una a continuación de la otra, comunicadas todas interiormente por sus respectivas puertas, más otra exterior que permitía acceder a un patio bastante grande cubierto con piscualas rojas, flores cuyo aroma en las noches se esparcía por todos los rincones.
Una tarde ya anocheciendo, cuando cruzaba por dentro de una de esas habitaciones casi a obscuras, sobre mi cabeza y muy pegado al techo apareció de pronto algo de color blanco fosforescente con forma de pañuelo, desplazándose con una rápida trayectoria en diagonal desde una esquina a la otra de la habitación para, finalmente, desaparecer por completo.
En un primer momento pensé en una paloma blanca volando dentro de la habitación, cosa poco probable, porque anteriormente nunca había visto ninguna rondando por el patio y mucho menos que fuera fosforescente. Sin pensarlo dos veces encendí la luz para ver qué había sido aquello, pero no encontré ni paloma, ni pañuelo, ni nada similar, a pesar que el único mobiliario existente eran dos camas. De haber caído algo al suelo desde el techo, seguramente lo habría encontrado.
Años después siendo ya un joven, relaté aquella rara experiencia a mi abuela, que a la sazón se había mudado a vivir con mi madre a Santiago de las Vegas, y también a algunos familiares que durante años habían vivido en la casona de Santiago de Cuba. Para mi asombro me contaron que, efectivamente, con frecuencia allí se producían hechos nada normales, a tal extremo que todos los que la vivieron antes que ellos, se volvían a mudar a las pocas semanas.
Mi familia fue la única en soportar estoicamente durante varios años la convivencia con fenómenos de variada especie, como oír un solo de piano sonar por la madrugada, cadenas arrastrándose por el piso, ver sillones balanceándose sin que siquiera el aire los moviera, o percibir visiones anormales, tanto dentro de la casona como en el patio.
Según también me contaron, antes de mudarse a vivir en esa casona alguna gente amiga les habían adelantado algo acerca de lo que allí sucedía. Más adelante supieron que en la época de la colonia ese lugar había funcionado como cuartel militar, donde seguramente torturaban y mataban a los presos opuestos al régimen español.
Según dicen los expertos en fenómenos paranormales, en aquellos lugares donde ha rondado la muerte, el dolor y el sufrimiento humano como, por ejemplo, cárceles y hospitales, sobre todo si están ya abandonados, entre sus paredes quedan lo que ellos denominan “impregnaciones” de los hechos allí ocurridos, como si fuera una grabación antigua o memoria extemporánea, que pueden percibir después, sobre todo, personas sensibles a captar ese tipo de manifestaciones.
Hoy en día, asombrosamente, esa casona la han transformado en un hotelito, por lo que no le arriendo las ganancias al actual administrador si algún huésped percibe los mismos fenómenos extraños que durante años acompañaron a mi familia.
En realidad existen diseminadas por todo el mundo infinidad de casas que ostentan o han ostentado en algún momento la sospecha de estar habitadas por fantasmas. Otra de esas casas que recuerdo bien, se encuentra situada en la calle 6, entre 5 y 7, en Santiago de las Vegas, muy cerca de la que viví durante los primeros años de mi infancia. Esa casa de por sí a los niños que jugábamos en la acera donde está situada, nos parecía estar envuelta en un halo de misterio, pues nunca tuvo inquilinos, ni sabíamos quién era su dueño, si es que lo tenía. Confieso, sin embargo, que en ningún momento vi allí ningún fantasma rondándola, a pesar que algunas noches solía observarla desde el interior del patio de la casa colindante en espera de, si por casualidad veía alguno, salir corriendo.
La segunda vez que viví otra experiencia rara también siendo niño, que alguien pudiera considerar paranormal, fue un 2 de noviembre como hoy en el cementerio de Santiago de las Vegas.
Ese día, como todos sabemos, se conmemora en Cuba el “Día de los Fieles Difuntos”, y muchos santiagueros acostumbraban a visitar las tumbas de los familiares. Una ocasión en esa fecha y ya avanzada la tarde acompañé a mi padre a llevar flores a la tumba de mis abuelos paternos. Poco tiempo después de llegar, nos sorprendió las 6 de la tarde, hora en la que estaba establecido el cierre.
Fuegos fatuos en el cementerio de Santiago de las Vegas (interpretación artística). |
Tengo que reconocer que mi padre, sin ser ni mucho menos un erudito, ni haber podido estudiar tanto como hubiera deseado, gracias a sus deseos de adquirir conocimientos se había convertido en un ávido lector. Así que, por suerte para mí, y antes que pudiera emprender una desaforada carrera rumbo al pueblo, me explicó que aquello no eran fantasmas ni apariciones, sino “fuegos fatuos” producidos por gases que desprenden ciertos elementos orgánicos en descomposición, caracterizados por encenderse con una pequeña llama, elevarse a continuación a poca altura del suelo y, finalmente, desaparecer. Desde entonces aprendí que en la vida “todo no es lo que parece ser” y, que yo sepa, hasta ahora ningún fantasma ha matado a nadie, a no ser de un susto, como me pudo haber pasado aquel día a mí.
Curiosamente, cerca del propio cementerio existía una laguna conocida por todos los santiagueros como “de Pancho Real”, colindante con el barrio de Rancho Grande. Los vecinos de esa barriada comentaban que en algunas noches se podía divisar una luz blanca escalando el tronco de una palma seca enclavada en medio de la laguna, que atribuían al espíritu de alguien ahogado en ese lugar. Lo más probable es que esa visión nocturna, de ser cierta, correspondiera también a un fenómeno de fuegos fatuos.
Varios años después y siendo un poco mayor, en una de las tertulias que compartíamos habitualmente por las noches en los bancos del parque nuevo “Juan Delgado”, me vino a la mente el lejano recuerdo de la experiencia del cementerio. Uno de los tertulianos comenzó a contar que una noche, cuando regresaba a pie de una fiesta acompañado de unos amigos, a un lado del camino comenzaron a aparecer fuegos fatuos a los que alguien del grupo comenzó a manotear. De pronto uno de ellos, al que apodaban “el loco”, comenzó a gritar desaforadamente: “San Lázaro, San Lázaro, ánimas vivientes, ánimas vivientes… no las blasfemien, por Dios, no las blasfemien”, arrancando sonadas carcajadas de todos ellos.
Por suerte y gracias a Dios, nunca más en la vida he tenido ninguna otra experiencia paranormal, ni me he topado tampoco con ningún extraterrestre.
Madrid, octubre de 2011
Desde Madrid un saludo, y solo decir que ha sido un artículo muy simpático!!!!
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