sábado, 24 de mayo de 2008

El valle de Santiago de las Vegas

Tras una ausencia de casi tres semanas, volvemos a Santiago de las Vegas en Línea con el mismo amor y vigor de siempre, pero aumentados hoy con creces por el tiempo compartido durante nuestras vacaciones en España con santiagueros como Gladys Acuña y su hija Janette en Ampuriabrava, Cataluña, y Giraldo Raymond de Con en Gijón, Asturias, quienes expresaron su fuerte aprecio de este sitio que los ayuda a mantener vivas sus raíces santiagueras.


Estando en España, recibimos además la agradable sorpresa de una importante y conmovedora contribución de Leonardo Gravier, quien le invita hoy a usted a acompañarlo en un paseo por el Cacahual de su niñez.

Hace algún tiempo, visitando la feria anual de Cuba Nostalgia, compré un óleo del valle de Yumurí. Esta pintura de ese precioso valle matancero me hizo recordar mi valle santiaguero. Después de tantos años lejos de Cuba, a mí todo me la recuerda. Así pues, visitando la tumba del Presidente Ronald W. Reagan en Simi Valley (California) y mirando la belleza del valle, dentro de la solemnidad del lugar, me vino a la memoria el valle de Santiago de las Vegas que veía desde el Cacahual.

Imagen cortesía de Giraldo Raymond de Con y familia


Todavía conservo en mi memoria la vista del pueblo desde la carretera que iba al Cacahual y tenía a su derecha “la furnia” y a su izquierda la “Cueva del Indio”. De noche, tomando una pequeña carretera que empezaba a la derecha del mausoleo de Maceo y terminaba en la carretera que entroncaba con la de Bejucal, se podía admirar la belleza de aquel pequeño gran pueblo representado por miles de luces, como quien observa una noche estrellada mirando hacia abajo. Pensando en estas lomas, esos arroyos, esos palmares, la vegetación rica en perfumes y sabores y en la fauna siempre amiga y nunca hostil, me viene el recuerdo de dos estrofas de las décimas del Cucalambé en “Amor a Cuba”.

Tal vez muchos se sorprendan que yo escriba sobre el “valle” de Santiago de las Vegas. Pero nuestro pueblo estaba asentado en un hermoso valle situado al norte del anticlinal de Madruga. Éste comprende un anticlinal muy erosionado de unos 150 km. de largo que, partiendo de Bejucal hacia el este, llega hasta Coliseo y Limonar (Matanzas). Tanto las lomas del Cacahual como las de Managua rodeaban el valle de Santiago y eran parte de dicho anticlinal.
“Estos montes encumbrados
y estas pintorescas lomas,
donde cantan las palomas
y rebraman los ganados;
estos florecidos prados
que darnos el cielo quiso,
y esas flores que diviso
entre verdes cardosantos,
me recuerdan los encantos
del paraíso perdido.


Yo contemplo esas colinas,
esas escarpadas sierras
y esas deliciosas tierras
con sus flores peregrinas;
veo las selvas vecinas
donde canta el tocororo
oigo del zorzal canoro
el dulce y alegre acento,
y repito en mi contento:
¡Cuba mía, yo te adoro!
Vivir en aquella época y en aquel país fue un privilegio. Si John Milton hubiese conocido aquella Cuba y la hubiese disfrutado, su magna obra “El Paraíso Perdido” hubiese tenido más profundidad, sentimiento y belleza.


Los paisajes del occidente cubano apaciguaban el espíritu; no intimidaban ni atemorizaban. No había un profundo cañón como en Colorado que hace retroceder, o una catarata como en Iguazú donde la corteza terrestre pareciera licuarse y precipitarse hacia el centro de la Tierra en cientos de cataratas; nuestros arroyos desembocaban en el río Almendares y éste en la Corriente del Golfo con placidez y delicadeza, distinto a la temible pororoca que produce el Amazonas al romperse contra el Atlántico, y nuestras lomas no eran las empinadas montañas que parecen punzar la tranquilidad del cielo, hurgando la morada divina. Las alturas erosionadas de nuestro occidente daban nacimiento a saltarines arroyos y a fértiles valles; horadados por pequeñas cuevas que dieron abrigo al pacífico indio o al pequeño murciélago.


Recuerdo cuando de muchacho salía bien temprano camino al Cacahual con mi perro Duque. Pasaba La Tabernita teniendo a mi derecha aquel hermoso valle con su pueblo que casi empezaba a desperezarse del sueño de la noche anterior. Seguía, pasando la finca de los Cámara y me internaba en la zona de Guadalupe Quintero. El radiante sol mañanero hacía más colorido el follaje y el rocío más perfumada y brillante la florescencia tropical. Después de caminar casi todo el día por el monte, regresaba al atardecer; muchas veces encontrábame en el camino al bueno de Meño que caminaba a su trabajo en la finca de los Cámara.


También muchas veces tomé la guagua de Doña María y bajándome cerca del Club de Cazadores, subía las lomas de Managua por la finca de Quintero.


En tiempos de lluvia estas lomas eran el nacimiento de los arroyos como el de Santa Rosa o el que pasaba cerca de la finca de Vidal García. ¿Qué muchacho santiaguero no le tiró piedras a la campanas de la iglesia o se bañó en uno de estos arroyos? El ímpetu de un arroyo bajando de la loma, con su agua fresca y transparente, rodeado del verde follaje y con un pedregoso fondo, es mucho más agradable que la más elegante piscina o la más adornada alberca.


En aquellas lomas de formación caliza abundaban las cuevas. La más conocida, la Cueva del Indio, es de triste recordación pues un día se precipitó en su profundidad un buen amigo mío (Manolo Quintín) y se salvó de milagro. No obstante, me interné en muchas de ellas. Muchas estaban tan mojadas y enfangadas que salía uno como escapado de un pantano. Otras, más altas, estaban secas pero llenas de murciélagos. Al encender las linternas se despertaban, y como locos chocaban contra uno tratando de huir. Se enterraba uno hasta las rodillas en el guano que tenía el piso de la cueva. Dicen que este guano (excremento seco del murciélago también llamado murcielaguina) es uno de los abonos más apreciados en la agricultura.


En todos estos recorridos por las lomas que rodeaban nuestro precioso valle, los únicos percances que tuve fueron las picadas de hormigas bravas o de avispas. Para las picadas de avispas me recomendaban los guajiros embadurnarme la herida con mi propia orina o con el fango de los charcos.


Todos los paisajes y lugares los llevo tan vívidos en mi memoria, que si Dios me hubiese dado la gracia de poder pintar, los podría reproducir en un óleo con los mismos colores y luces que los de aquella inolvidable realidad.

- Leonardo Gravier (Coral Gables, Florida, Mayo 2008)






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