lunes, 5 de septiembre de 2011

El negro jutiero

Gabriel Gravier Delgado
(1900-1974)
En sus últimos años, el gran bardo santiaguero, Gabriel Gravier Delgado, dedicó sus talentos a inmortalizar diversos aspectos de su añorada juventud en Santiago de las Vegas, y hemos tenido el privilegio, por cortesía de su hijo Leonardo, de poder compartir y disfrutar joyas literarias como Mapilar y Mi silenciosa ciudad, entre muchas otras, en nuestro sitio.

Hoy nos llega, por magia de las palabras, el eco de un personaje olvidado del remoto Santiago de los primeros años del siglo XX – y de su fiel sabueso, inseparables compañeros que tan fuerte impresión crearon en el joven poeta.

El negro jutiero

por Gabriel Gravier Delgado

Existe en mi recuerdo,
como en el agua rizos,
un personaje raro
que conocí de niño.
Confieso candoroso
que de recuerdos vivo.

Corresponde a un sujeto
sin relieve, sencillo,
quizá ni lo recuerden
coetáneos amigos.
Me remonto a los tiempos
que indican el principio
de los saudosos días
con que despuntó el siglo;
generales, doctores,
rimbombantes políticos,
brujos y curanderas,
clérigos y mendigos,
aquella noble fauna
del folklórico estilo.

Mas, pongamos el lente
directo al objetivo;
que el comentario ceda
su paso al albedrío.

Una figura extraña,
las dos cosas, repito,
sujeto y predicado,
con nombre y adjetivo.
Era como un fantasma,
casi “un aparecido”
que solo por la tarde
con su blando sigilo
y su “jolongo al hombro”
–parece que lo miro–
pasaba hacia “la loma”,
accesible por trillos
que sólo conocían
terneros y guajiros.
Estrafalario, mudo;
de yute iba vestido
si a tal se le llamara
al haz aquel de ripios.

El negro jutiero,
–lo exhumo del olvido–
no me acuerdo del nombre,
si Julián o Cecilio,
acompañar se hacía
de su leal perrito,
un sato amaestrado
a no emitir ladridos,
por excelente técnica
triunfante del oficio.
Era un violín callado
por el hambre y el frio.
Dostoyevsky pondría
en ellos sus atisbos;
tal vez hasta Durero,
entre rasgos sombríos,
nos daría en plumilla
la luz de aquel motivo,
y nuestro Landaluce
no se hubiera perdido
de llevar a sus óleos
un San Lázaro vivo
despertando oraciones
de sentimentalismo;



como Goya el maestro
de rostros nunca vistos
en los famosos cuadros
por la intención vacíos.

El negro jutiero
(su nombre era Cecilio,
al recuerdo horadando
con precisión lo fijo,
la eufonía descubre
el tono junto al ritmo)
vivía de la caza
distinta de los ricos.

Ya de tarde en la noche
con santo regocijo
al pueblo regresaba
con el botín magnífico:
seis o siete jutías
desolladas, divino
menú, “carabalíes”
o “congas” es lo mismo.
Con vino de barrica,
plátano verde frito,
hacían la boca agua
al contar un suspiro.
Lo más sabroso era
asarlas en espicho.
Ortega y Gasset, alto
con júbilo me dijo:
“esto es manjar de dioses,
grandioso animalillo;
de ratón se disfraza
por defensa de instinto,
pero el inteligente
que sabe el contenido
lo descubre y lo caza;
el bocado es divino;
no en balde los mambises
le rendían un rito…”








¡Oh negro jutiero,
en el recuerdo mío
trasunto de un quijote
formado en amasijo
de silencio y miseria
entre tu propio olvido!
Desde mi cumbre triste,
igual que cuando niño
te nombro y te saludo
y en tu memoria brindo.

Hace ya muchos años
que a la muerte te has ido;
pero cuando me vaya
quizás no haya un amigo
que con voz conmovida
evoque lo que he sido…

¡Los desterrados somos
sombras en un abismo!

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