Una esquina, una bodega

Por Giraldo Raymond de Con / Gijón, Asturias, España La bodega de la esquina fue sin lugar a dudas para el cubano el centro de reunión más importante en sus vidas. En ellas se debatían todos los temas importantes del vecindario, desde el último chisme hasta la situación política o deportiva más reciente y por supuesto el estado del tiempo. No es secreto y todos nos percatamos de ello que la mayoría, por no decir todas, la bodegas en Cuba y en particular en nuestro Santiago de las Vegas estaban en las esquinas, obedeciendo por supuesto a razones estratégicas de índole comercial. De esta particularidad se origina el nombre de la famosa Bodeguita del Medio en La Habana, que su mismo nombre indica que no estaba en la esquina.

Década de 1950, Bodega “La Cubanita”, calle 2 esq. 13

Las bodegas en Santiago pertenecían por igual a españoles, chinos o cubanos. Se anunciaban en ellas con grandes letreros la venta de Víveres y Licores Finos, pero en realidad se podía encontrar de todo un poco: perfumes baratos, talcos, pintura de uñas, betún de zapatos, cordones, curitas y un sinfín de cosas; más que una bodega, era una pequeña tienda, un negocio regentado casi exclusivamente por hombres que en muchos casos utilizaban la trastienda como vivienda particular. Los precios de los productos no variaban significativamente de una a otra aunque por lo general en la bodegas de chinos se podía ahorrar, ya que ellos acostumbraban a comprar al por mayor mediante cooperativas formadas entre ellos y lógicamente esto repercutía en el precio final de venta. En esa época se llamaba al consumidor marchante, y el marchante gozaba de la posibilidad de comprar fiando. El bodeguero tenia una pequeña libreta o tira de papel donde anotaba las deudas. Era muy característico ver en su oreja un lápiz de trazo negro y grueso con el que hacía sus anotaciones. Si el cliente o marchante se comprometía a pagar a la semana lo anotaba en la tira de papel, la que rompía una vez liquidada la deuda; y si el pago era mensual, lo anotaba en su libreta. Para los marchantes habituales existía la posibilidad de hacer efectivo un cheque o recibir algún préstamo en un momento determinado. En las bodegas siempre había cartuchos de diferentes capacidades, desde una libra hasta 25. Había también papel parafinado donde se envolvían la manteca, que no se derretía, el jamón, los chorizos y aceitunas, las pasas y las alcaparras. Tampoco faltaban, en la barra, el saladito y el cubilete. En ocasión del fin de año, el bodeguero agasajaba a sus marchantes habituales con una sidra, una botella de vino o un turrón. Como el dueño del negocio no se desprendía del mostrador y, en caso de tener empleados, no se desentendía de la caja contadora, la contabilidad marchaba al quilo y el negocio transcurría sin faltantes ni sobrantes. Las bodegas solían tener su nombre comercial pero eran más conocidas por el nombre del dueño: la bodega de Manolo, la bodega de Villavisanis o la bodega de Emilio el chino; o más sencillo aún: la bodega de 4 y 9, la bodega de 14 y 15, la bodega de 2 y 13 o la bodega de 3 y 12. Al fin y al cabo, una esquina, una bodega.

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