por Leonardo Gravier / Coral Gables, Florida
[Nota del autor: Este cuento escrito por mí para las Navidades del 2008 fue animado por mi gran amigo de Santiago de Cuba, Ramón Barzana. Éste me sugirió que situara la trama en la zona de Oriente (la que nunca conocí). Me pidió que dejara por escrito lo que mejor yo recordara de una Nochebuena criolla, para la posteridad de los cubanos que nunca la conocieron. Mi amigo Ramón Barzana, de quien utilizando los mejores elogios de la lengua española sería muy parco en la descripción, falleció unos meses después.]
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Vivían en una de las zonas más ricas y fértiles de Cuba dos personajes muy interesantes, muy similares a pesar de la diferencia de edad, y protagonistas de este cuento.
Era una época en que los fertilizantes para la agricultura eran orgánicos; engrandecían la naturaleza en vez de contaminarla. De ahí que el gran río Cauto, donde vivían y trabajaban los protagonistas, corriera límpido y caudaloso hasta terminar su recorrido en el Golfo de Guacanayabo. Ambos habían poseído fincas en las inmediaciones de Mayarí, muy próximas a minas ricas en minerales de la región oriental de Cuba, aunque también ideal para la ganadería y siembras de todo tipo.
Por los años treinta, el Banco de los Colonos abrió una sucursal en Mafo, poblado pequeño pero prometedor para sus planes, entre Contramaestre y Bayamo. El propósito era ayudar a los campesinos durante el año con préstamos que después pagarían con el producto de las cosechas, sustituyendo así a los almacenes privados que hacían esta misma contratación de refacción pero en menor escala.
Una noche el banco invitó a todos los campesinos involucrados para que se conocieran entre ellos; eso creaba una mejor relación entre ellos y el banco. Así se inicio la amistad y relación de negocios entre nuestros protagonistas.
Agripina y Manuel, que así se llamaban, eran terratenientes con gran vocación por el trabajo y por la repartición de la riqueza, anticipándose a lo que más adelante se introdujo por ley en la industria azucarera. Ambos alegres y compasivos, eran conocedores de lo que se podía esperar de la tierra y los que la trabajaban.
Agripina y su esposo, y los padres de Manuel, se habían enriquecido con la ayuda y consejos financieros del banco y además habían vendido a precios astronómicos unas tierras situadas en ambas márgenes del rio Cauto.
Después, como tenían el incentivo de la inversión bien remunerada y el rendimiento de la riqueza de la zona, buscaron otros terrenos para reinvertir las utilidades. Encontraron unas magníficas y extensas tierras, propiedad de un campesino que acababa de fallecer y cuyos herederos no querían explotar, sino más bien disfrutar de la herencia una vez liquidada. Como el terreno era extremadamente grande, dividieron la compra entre tres compradores.
Pasaron los años.
Agripina había enviudado y tenía cerca de sesenta años o un poco más. Curtida por el sol, fumadora de tabacos, era muy adicta a las peleas de gallos. Andaba siempre lista para montar a caballo, con botas y machete al cinto. Ayudaba a sus empleados guajiros y a sus familiares, ya económicamente cuando se presentaba la ocasión o como curandera o médica primitiva, ya que tenía amplios conocimientos de las propiedades curativas de la botánica local. Era muy querida y respetada por todos, aunque demandara de sus empleados el máximo esfuerzo.
Nunca permitió que le llamaran doña o señora Agripina. Sólo quería que le llamaran Agripina. En pique con Agripina siempre estaba Manuel. Era éste un joven y apuesto campesino, hijo de gallegos (ya fallecidos), soltero pero amante de la diversión cuando era posible, bebedor del buen brandy y también muy aficionado a la cría y pelea de gallos. Al igual que Agripina, trataba a sus empleados con las mismas reglas compasivas, sólo que cuando lo necesitaban, los enviaba a la finca de su rival y vecina para que les recomendara o aplicara los remedios caseros para dolencias o enfermedades benignas. Agripina se sentía orgullosa de ello.
La rivalidad entre Agripina y Manuel era muy sana y divertida. Competían en todo lo relacionado al negocio: qué productos eran de mejor calidad o más abundantes, qué caballos más veloces o de más alzada, quién más apreciado como colono del central azucarero al que ambos vendían la caña, y quién de los dos podía vanagloriarse de haber servido con favores más a menudo al otro. Sobre todo, Agripina todos los años se encargaba de la finca de Manuel por una semana del mes de julio, cuando éste como buen oriental y descendiente de gallegos iba para Santiago de Cuba para los festejos del Patrón Santiago el 25 de julio.
Unos de los incidentes más simpáticos y curiosos era cuando en las vallas de peleas de gallos, se enfrentaban los de Agripina con los de Manuel. En esos lances casi siempre llevaba Manuel la ventaja puesto que tenía mejores contactos que Agripina para conseguir mejores animales. No obstante, Agripina era tan emotiva que juraba que estaba dispuesta a apostar su vida a la pata de cualesquiera de sus gallos.
Así vivían y competían Agripina y Manuel; siempre voluntariosos pero amistosos, siempre rivales pero listos para ayudarse el uno al otro; siempre dedicados a los negocios pero listos para participar y alentar a los vecinos y empleados a celebrar los guateques típicos del campesino criollo cuando la ocasión lo mereciera.
El mayor de los festejos y el que más esfuerzo merecía, por la importancia de la fecha, era la Navidad (que celebraban desde Nochebuena hasta el Día de Reyes). En estos festejos no había cuartel, no escatimaban gastos, no se informaban recíprocamente lo que tenían preparado para que su aporte a la celebración fuera más lucido que el del rival. Era una competencia olímpica todos los años por esta época.
Aunque Agripina y Manuel competían en todo lo relacionado a aquellos festejos, había dos cosas en que aunaban esfuerzos para hacer más lucida la celebración: una era las competencias de carrera de caballos y la carrera de cintas. La otra lo era el utilizar ambos la ayuda del negro Honorio en cocinar el lechón. La sazón y la preparación era un secreto de cada uno que no compartía con el otro. Sí se sabía que el puerco, criado con palmiche y guayaba, no muy gordo, se preparaba con mucha sal, naranja agria, ajo, comino, orégano y tal vez alguno que otro ingrediente que hacía la diferencia.
Todo era originario de aquella fértil zona del valle del Cauto engrandecida por la labor del campesino cubano, consciente de que a mayor esfuerzo, mayor sería la recompensa de su trabajo.
El negro Honorio trabajaba en otra finca colindante con las de Agripina y Manuel. Le decían “el negro Honorio” para distinguirlo de “Honorio el blanco”, capataz o encargado de la finca de un Magistrado de la Audiencia de Santiago de Cuba, y a quien le correspondía juzgar cuál de los banquetes era el más sabroso, si el de Agripina o el de Manuel.
La finca del Magistrado Don Carlos Galán era de recreo y más pequeña que las de Agripina y Manuel por varias caballerías de terreno. Entre las tres formaban un triángulo, separadas por cercas de piedras muy bien colocadas (sin necesidad de arena y cemento) y de dos pies de espesor por cuatro pies de altura.
Don Carlos vivía en Santiago pero pasaba temporadas breves en su finca, distante de la capital de Oriente casi “al cantío de un gallo”. Tenía fama de justo, conocedor de las leyes y sobre todo de tener un gran sentido del humor. Venía de Santiago de las Vegas, provincia de la Habana, donde había sido Juez Correccional.
Contaba el negro Honorio que una vez trajeron al juzgado a un manco acusado de robar una caja de latas de leche condensada. El reo era manco de ambos brazos, los ñocos le empezaban en los hombros y terminaban en los codos, es decir, le faltaban los antebrazos y las manos. El manco se defendió como pudo, negando los cargos puesto que según decía con lo que le quedaba de brazos el no podía cargar la pesada caja. El juez Don Carlos comprendió el argumento, reprendió a los acusadores y le dio una satisfacción al manco por la injusticia que estuvo a punto de cometer. Para resarcir al manco del mal rato y la vergüenza, le dijo el juez que podía quedarse con la caja de latas de leche. El manco, muy contento le dio las gracias al justo juez, fue para la mesa donde estaba la caja, y agarrándola con los dos ñocos salió para la calle cargando la caja. El juez lo detuvo y ante la risa del público presente, lo condenó a quince días de prisión en el prescinto del pueblo.
El oriente de Cuba era famoso por el lechón relleno, aunque en otras partes de la isla se cocinara al espicho con palos de yaya. En la finca de Don Carlos abundaban los árboles de guayaba. El negro Honorio cortaba varias ramas del guayabo y hacía un enrejado con dichas varas. El enrejado quedaba en forma de cuadrado; de cada esquina se ataba una soga, y estas cuatro sogas se amarraban a la rama de un árbol para que el enrejado quedara suspendido y así poder columpiarlo. Debajo del enrejado se abría un hoyo, no muy profundo, donde se encendía la hoguera para cocinar el puerco. El enrejado quedaba como a dos pies por encima de la tierra.
La candela se hacía con carbón y palos de guayabo (para mejor sabor). Para evitar que se quemara, el enrejado se columpiaba constantemente encima del fuego o se bajaba o alzaba según se necesitara.
El lechón se cubría con hojas de plátano para que absorbiera más el calor. Este método de cocinar el lechón no era muy popular por lo poco práctico y por el tiempo que tomaba; prácticamente un día entero. Pero ese día no se desperdiciaba en el aburrimiento de la espera. Mientras el negro Honorio iba de una finca a la otra vigilando el proceso de cada lechón, entre ambas fincas se celebraban las competencias y demás festejos de aquellos alegres guajiros, más alegres mientras más ron y aguardiente bebían.
Los participantes en los festejos venían de las tres fincas y hasta de las fincas cercanas; algunas tan distantes que tenían que pernoctar en los bohíos donde vivían los guajiros que trabajaban en una u otra finca. El entusiasmo por las competencias y el banquete era grande.
Las competencias empezaban temprano con las carreras de caballos. Los jinetes montaban “en pelo” para aligerar la carga del caballo; recorrían una distancia de una cuadra larga o ciento cincuenta metros. El terreno era propicio puesto que era plano, sin hierba u otro obstáculo. Usualmente se corrían de dos en dos; los perdedores se iban eliminando hasta la carrera final de los últimos dos en la que uno solo sería el ganador.
Las carreras de cintas se hacían en el mismo lugar. Al final de la explanada por donde se corría se amarraba una soga por los extremos que la atravesaba de un lado al otro. De la soga se colgaba un anillo como de dos pulgadas de diámetro y no tan bien sujeto que no pudiera ser arrancado sin soltar la soga. La soga estaba a un pie de la cabeza del jinete, de suerte que este tenía que alzar el brazo para alcanzarla. El jinete se lanzaba al galope desde el otro extremo de la explanada y trataba de ensartar el anillo con una púa amarrada a una cinta con su color correspondiente. En las carreras de cintas, los jinetes no montaban “en pelo”, usaban una montura que los cubanos llamaban “manclera”, más ligeras que las monturas criollas y sin el pico al frente. Es posible que la manclera se introdujera en Cuba en tiempos de la Intervención americana y que fuera similar a la inventada por un jefe de caballería llamado George McClellan.
La última competencia se hacía después del banquete; se brindaba por la Nochebuena y la Navidad, el juez hacía el brindis y daba su veredicto final. Ya ganara Agripina o ganara Manuel, el juez siempre aclaraba que al final ganaban todos los comensales por lo que se habían divertido, por la camaradería y por disfrutar de tan sabrosa cena. El día estaba por terminar a no ser por la última competencia: la controversia de los improvisadores. Los acompañaban los músicos con guitarra, laúd, bandurria, tiple y clave. ¡Qué ingenio el de aquellos improvisadores! Poetas de ocasión, habían aprendido el arte desde pequeños, oyendo a otros improvisadores y aprendiendo la virtud de decir y recibir sanos insultos con gracia y alegría.
No escuché a Don Carlos anunciar al ganador del banquete. Todavía a la hora del veredicto, comía mis buñuelos de yuca, boniato y malanga amarilla con melado; éstos me gustaron más que los de catibía (de yuca solamente). Había disfrutado de todo un poco: congrí, moros, guinea asada, yuca con mojo exquisito, plátanos fritos (verdes y maduros), ensalada de lechuga con rabanitos y por fin probé de los dos lechones la masa blanca y el sabroso “cuerito”. Solo bebí ron bautizado (ron ligado con agua). Terminé con un humeante y delicioso café caracolillo, típico de las lomas orientales (aunque no el de mejor calidad según los expertos). Me disponía a encender mi tabaco, que había traído Don Carlos de Vuelta Abajo, cuando se hizo un silencio absoluto.
Don Carlos pedía silencio pues iba a leer unas palabras. Él, que era un gran orador, no se atrevía a improvisar, leería su mensaje. Tal vez quería evitar que la emoción del que improvisa algo muy sentimental, le rajara la voz como raja el rayo a la palma real desde el copito hasta la misma raíz.
Anunció que se retiraba, que esta sería su última Nochebuena en la Galana (que así se llamaba su fínca), que se marchaba definitivamente de regreso a Santiago de las Vegas, puesto que su hijo médico se había alistado en el ejército de Estados Unidos que hacía pocos días había declarado la guerra al Eje, después de Pearl Harbor. No obstante, dijo que la finca sería vendida pero que quedaba en buenas manos; cambiaría de nombre, sería llamada en lo adelante “Los Honorios”. Seria vendida a Honorio el blanco y al negro Honorio. La venta seria a plazos, a pagar como pudieran de acuerdo con el rendimiento anual y sin interés. Él, en broma, dijo que tal vez volviera a “Los Honorios” en una futura Nochebuena si era invitado, mas aclaró que el costo del pasaje de él y su esposa correría por su propia cuenta.
Para terminar, aquel jurista de inmensa cultura histórica, alabó la competencia amistosa entre Agripina y Manuel, sus generosidades, la alegría de vivir, y el ser ambos tan civilizados. Cerró citando un dialogo entre Alejandro Magno y el Rey Ambi de la India:
Dijo Ambi: -Si yo tengo más oro y plata y otras riquezas y fuera más rico que tu, estoy dispuesto a ofrecerte una parte. Si yo tengo menos que tú, no tengo objeción en compartir contigo tú riqueza.-
Alejandro contestó: -Si tú crees que con esas palabras tan civilizadas vas a escapar sin guerra, te engañas. Pelearé contigo hasta el final; pero ha de ser en favores y halagos, puesto que no me derrotarás en generosidades.-
Nunca olvidaré aquellas palabras de Don Carlos ni la anécdota de Alejandro Magno. Pensé erróneamente que aquellos guajiros no habían comprendido la analogía entre la anécdota y la rivalidad de Agripina y Manuel. Pero todos los allí reunidos se desbordaron en aplausos, sollozos y se abrazaron los unos a los otros con el aspaviento de un eterno jolgorio.
¡Qué bella forma de saludar la llegada de una Navidad!
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