miércoles, 15 de julio de 2009

El Solar de "El Reverbero"

por Leonardo Gravier / Coral Gables, Florida 

Era un típico solar cubano, lo que en otros países se conoce como casa de vecindad o conventillo. No era limpio aunque no hedía, su cuartería no era bien construída aunque albergara varias familias, sus vecinos eran pobres aunque reinaba la alegría y la risa todo el tiempo, era pacífico y hospitalario aunque le llamaran “El Reverbero”. Desde que tuve uso de razón hasta que me fui de Cuba viví al lado de El Reverbero. Allí tuve mis primeros amigos: el negrito Ramiro Rodríguez y el blanco Julito Santana (ambos se fueron de Cuba hacia EE.UU. siendo aún niños por el trabajo de sus padres). Tenía dos entradas: una por la calle 8 (al lado de mi casa) y otra por la calle 13. El frente de ambos lados del solar estaba ocupado por comercios: una sala de jugar al dominó con el sillón de limpiabotas de Machito, la hojalatería, la fonda de Leopoldo Correa (más tarde pasó a ser de su yerno Fernando Irigoyen), la barbería de Joseíto Rey, la peletería Ingelmo y al final, el salón de limpiabotas de Reynaldo donde también se vendían revistas de tiras cómicas. Nunca olvido los vecinos de aquel solar: Carmen, Acela, Alicia, Cuca, Teto, Roberto, el Conde, el Coscorrón, Cundengue y tantos otros cuyos nombres se me escapan. El encargado del solar era Manuel, no recuerdo si era español pero casado con una mulata muy simpática. El solar era un cuadrado, dos de los lados en forma de L (al norte y al este) era cuartería, la otra esquina opuesta en forma de L (del sur y al oeste) eran los comercios y en el centro, más cuarterías. Tenía dos pequeños cuarticos de madera en cada esquina que servían de excusados. Al lado de cada cuartico había una pila de agua para uso común. Me crié entre el bullicio de aquel solar, jugando a la pelota de cajetillas de cigarro y papel periódico, a las bolas o chocolongo; peleando algunas veces, riéndome otras; pero siempre sintiendo el afecto de los mayores que vivían en “El Reverbero”. La pared que había al lado de mi casa, la alquilaba el dueño del solar para anuncios que pintaba Pubillones. Una vez, allá por el año 1944, hubo un ciclón muy intenso que amenazaba con barrer con Santiago de las Vegas. Mi padre, Gabriel Gravier Delgado (a la izquierda, con mi madre, Rina Cortada Bernal), aseguró la casa todo cuanto pudo puesto que ya tenía la experiencia de los estragos que hizo a la casa de sus padres el ciclón de 1926. Mi casa era toda de mampostería y placa monolítica, no obstante mi padre aseguró la puerta que daba a la calle colocando un gran tronco de madera negra muy pesado pero fuerte. Mi madre había comprado suficientes alimentos para nosotros y los que nos acompañaban por temor a que sus casas no resistieran el embate del huracán: Yiyo Cremata, Amelia y su hija Enita, Manolo Fernandez, su esposa (la Niña) y sus hijos Manolito y Argelia, mis dos abuelos, además de mi hermano y yo, junto a nuestros padres. El ciclón comenzó a soplar por la noche, las primeras rachas se fueron intensificando y su sonido parecía a mis oídos de niño como el carretón del carbonero (a la derecha), rodando con dificultad por el empedrado de mi calle antes de ser asfaltada. Nunca olvido las palabras de Manolo Fernandez, cuando hablando de los destrozos que hacía un ciclón dijo que debían cambiarle el nombre de meteoro por el de “saca-plata”. Cuando más oscura y violenta estaba la noche, cuando más fuerte chocaba el viento contra las persianas y los cristales de las ventanas, sonó la aldaba de la puerta de la calle. Todos se miraron. ¿Quién podía tocar en esta situación? Tenía que ser alguien con mucha necesidad a quien no podía negársele la ayuda. Le tomó a mi padre algún tiempo abrir la puerta debido a todos los seguros y refuerzos que tenía. Al fin abrió la puerta. Eran unos vecinos del solar que pedían refugio en mi casa. Mi padre les dijo que podían venir todos los que quisieran refugiarse en mi casa. El ciclón había hecho grandes destrozos en el solar; se había llevado techos y paredes de tablas; aquellos infelices estaban “al descampado” según decían. Empezaron a llegar con mucho trabajo, agarrándose de las rejas y sostenídos por los jóvenes más fuertes. Llenaron la sala y la saleta de mi casa. Al terminar el ciclón no quedaba ni comida ni el agua que se había almacenado en la bañadera para uso de los inodoros. Pero al menos no hubo ningún daño personal entre nuestros vecinos. El solar se reparó y siguió funcionando como antes. Los vecinos que se marchaban eran remplazados inmediatamente por otros; el solar siempre estaba lleno. Alrededor del solar no sólo estaban los comercios que rentaban espacio, sino también los que se estacionaban en la calle, beneficiándose de la concurrencia de aquella esquina. Estaba el puesto de Capiro (una verdadera fonda a la intemperie) que usaba la electricidad de la fonda de Fernando Irigoyen aunque le desviara algunos de sus antiguos marchantes. Frente a Capiro estaba el carretón de naranjas de Nacho (conocido como Perro Triste) y que usaba las facilidades que le brindaba el zapatero Suimberto Ortega (el Bolo). En aquel quicio de la zapatería se sentaban a comer sus naranjas los clientes y amigos de Nacho (yo entre ellos; en la foto más arriba estamos Hugo Cotilla, Tito el planchador, yo, mi hermano Gabriel Gravier, Mario Correa, Nacho el naranjero, y el último sentado a la derecha, de espejuelos y bigotes, el señor Luís García, propietario de la mueblería El Triunfo, que estaba situada en la calle 13 frente a la farmacia "García"). Tanto los vecinos que acababan de mudarse al solar como los que se conocían por largo tiempo, se ayudaban recíprocamente. Si uno se enfermaba, la vecina del cuarto contiguo o algún otro, lo socorría con algún cocimiento o hasta pasando la noche en vela. Cuando mis abuelos, que vivían frente al solar, enfermaron terminalmente fueron muchos los vecinos del solar que se ofrecieron a mi madre para ayudar a velarlos de noche. También cuando yo sufrí una hemorragia, después de una operación en La Habana de nariz y garganta, vinieron muchos a ver a mi padre para que aceptara la sangre de ellos en caso de una transfusión. Aquello era el espíritu de camaradería y de desinterés mayor que yo he visto en mi vida. La inolvidable esquina de ocho y trece. Un día apareció a mi casa el dueño del solar de “El Reverbero”. Era un rico agricultor de papas de la Provincia. Venía a solicitar los servicios de mi padre, como abogado, para que desalojara los vecinos del solar, demolerlo y fabricar apartamentos y locales comerciales. A mi padre le convenía económicamente la oferta: por una parte aumentaba el valor de las propiedades de mi padre en aquella cuadra, limpiaba la calle (las aguas del solar desaguaban en la calle) y por último le producía unos buenos honorarios. Aquella gran oferta del rico campesino recibió una rotunda negativa por parte de mi padre. Mi padre le dijo que la ley amparaba a los vecinos del solar y que aunque así no hubiese sido, él no se hubiera atrevido a servir de abogado a los que trataban de desalojar a sus vecinos de veinte o más años. Le afirmó que de ser necesario, él sería abogado de los vecinos del solar de forma gratuíta y que si quería fabricar algún día en aquel lugar no alquilara a nuevos inquilinos a medida que se mudaran voluntariamente los vecinos. También le sugirió que ofreciera una cantidad razonable de dinero a quien aceptara mudarse. Así lo hizo el dueño del solar. “El Reverbero” se fue apagando poco a poco; al tiempo de irme yo de Cuba sólo quedaban tres comercios y un vecino solitario: el loco Caderón. Vivía éste en un cuarto en medio del solar; la cuartería restante ya se había demolido. Caderón resistió a mudarse, seguía cojeando debido a los callos que martirizaban sus pies, silbando, con un abanico que decía “Mino Alcalde” y llamando Pipiolo a cuantos le pasaban por el lado. Mi último recuerdo de aquel solar fue que aunque con luz menguada todavía reverberaba.

2 comentarios:

  1. Leonardito amigo: El que suscribe es un poco más joven que tú, pero recuerdo El Solar, el partido de dominó y algunos establecimeintos circundantes. Has hecho una verdadera narración descriptiva de cómo era el ámbito de acuerdo a la época. Recuerdo a Mario Capiro perfectamente, vendiendo de todo lo sabroso que preparaba, siempre con alegría y respeto hacía los niños, sus madres y demás familiares. Tenía el puesto al costado de la bodega que en mi tiempo se comenzó a llamar “La Barata”, en la cual trabajaba Benito El Chino, (según me contó alguien que no recuerdo, murió en California).

    Posteriormente Capiro habilitó un local al lado o muy cerca de la Tintorería de Cucú Freire (EPD), adonde iban los comensales a almorzar al lugar que tenía varias mesitas, esto sin contar los que iban a buscar comida para llevar. Recuerdo haber ido en varias ocasiones (nosotros éramos bastante pobres pero a pesar de eso alguna que otra vez comía comida de Mario) y, por un peso, un Martí de la época, llevar para la casa tres bistekes fritos, con protocolo de papas fritas, maduros o plátanos a puñetazos. De la foto del grupo recuerdo a Tito el planchador, a Nacho, que por gracia le agregaba una S de más a algunas palabras. Cuando eso se comían tres naranjas por un nickel, peladas y en algunos lugares, frías. Recuerdo a Guillermo Ingelmo, que vendía los zapatos Amadeo e Ingelmo a plazos, a un peso por semana o algo así; yo me los llegué a poner. Con Joseíto Rey trabajaba de barbero el Profesor Herminio, que era un amante del deporte y la educación física. Te pudiera hablar un poco más de Cuco y La Ceibita, de la bodega que también se llamaba La Ceibita y, si mal no recuerdo, el dueño era Ramón, un señor bajito, con un bigotito pequeño, siempre solícito a atender al marchante que llegara; también trabajaba Luís, que era hermano de Cuco; eran de Bejucal. Allí se vendía café con leche, pan con mantequilla, jugo de naranja y muchas cosas más. Me acuerdo cuando se quemó La Ceibita y también La Cooperativa de 8 y 11 o sea, en la otra esquina de tu casa. Esa bodega también cogió candela creo que en 1957.

    De todos modos te felicito de todo corazón, por lo buena de tu narración, cuya descripción me hizo acordar un poco de mi niñez, pues ése era también mi barrio. Te pido permiso para en cualquier momento, en uno de los periódicos comunitarios de nuestra ciudad de Miami, publicar el artículo que hiciste con respecto a “Una Rosa De Francia”, que muy modestamente le dio nombre a Santiago, por uno de sus hijos.

    Con saludos afectuosos.
    Mario A. García Romero

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