viernes, 3 de abril de 2009

Don Pablo el Rancheador

Pasión, venganza, asesinatos y fantasmas pueblan esta interesante leyenda del Santiago de las Vegas colonial, obra del prolífico escritor, poeta y dramaturgo santiaguero Marcelo Salinas, autor de la inmortal obra de teatro Alma Guajira, publicada en este sitio anteriormente. A diferencia de la tradicional historia política de un pueblo, ésas que leemos (¡y a veces nos aburren!) en la escuela, relatos como éste revelan con claras pinceladas cómo se vivía de verdad y qué pasiones animaban a nuestros ancestros.

Don Pablo el Rancheador por Marcelo Salinas

Esto que voy a narraros, pudo suceder hace mucho, muchísimo tiempo. Tanto que, seguramente, ya no habrá quién lo recuerde ni aun de oídas. Se refiere a una época (siglo XVII) en que nuestro pueblo sólo contaba con tres o cuatro calles y tenía solamente diez o doce casas de piedra, agrupadas cerca de la Iglesia al fondo del Cementerio; a uno de los costados de la Plaza de Armas y en el Camino de la Habana, por donde se conducían hasta el mar los bocoyes de azúcar mulato fabricados por los cachimbos de las dos Pitas: la de Zárate y la del Marqués. Los campos de lo que es hoy la Estación Experimental Agronómica, pertenecían en casi toda su extensión al Cafetal de Sierra, sin que todavía se levantara, en su parte aledaña al poblado, la fábrica de cantería destinada por el Gobierno Español a Cuartel de Aclimatación; por el camino del Wajay iban y venían las arrias, cargando mieles, viandas, café y frutas, y cuando la Primavera traía muchas lluvias, las aguas de Castellanos, Ahoga-Mula y Lechuga se juntaban a las cañadas de Bazán, sobre los terrenos de Luis Landa.

Quizás se trata de una leyenda, de algún novelón basado en cualquier accidente nimio; tal vez haya acaecido efectivamente… Sin dar fe de su veracidad, lo contaré (disminuyendo su valor al no poder copiar la pintoresca expresión de aquél a quien se lo oí) tal como lo contara, asombrando mi espíritu infantil, el mulato Isidoro, ex-calesero de Doña Rosita Cervantes, a un grupo de oyentes, reunidos alrededor de una mesa de sanga, en un puestucho existente, hace cerca de cuarenta años, en la esquina de Palmar y Sierra, frente a la casita de Lorenzo “El Brujo”.

No sé si os interesará la historia; pero sí afirmo que, aquella noche, en el humilde establecimiento, no era yo el más asombrado; y que mientras Isidoro hablaba, no vi mover las barajas ni al negro “Cinco Minutos”, ni a “Mamunga” Linares, ni a la pareja contrincante. Y va el relato…

Una mañana de enero, fría y nublada, al salir de la primera misa, a la que nunca faltaba, tuvo don Pablo Romo*, el rancheador, un encuentro inesperado: en el mismo atrio de la Iglesia, se le acercó un montuno y después de saludarle respetuosamente, le entregó un papel escrito que traía, cuidadosamente doblado, en la badana de su alón sombrero de yarey.

Leyó don Pablo el papel y su lectura pareció preocuparle, porque se le vió fruncir el ceño y acariciarse la barba y el bigote, con un gesto que le era peculiar. Después invitó al mensajero y ambos, atravesando la calle, fueron a ocupar dos taburetes bajo el portal de guano de una de las cantinas establecidas en el ancho espacio, abierto a modo de plaza, frente al templo.

Una vez allí y mientras vaciaban sendos pozuelos de humeante soconusco, el rancheador interrogó al montuno:

–¿A qué hora le entregó la señora este papel?

–Ayer tarde, a la Oración.

–¿Había visitas en la finca?

–No, señor; anque yo vide que estaban aperando bestias como pa viaje.

Don Pablo no preguntó más. Terminada ya la colación, sacó dos medios fuertes de la bolsa de estambre que llevaba en la faltriquera; pagó a la negra que les sirviera el chocolate y se puso en pie. Su acompañante le imitó, y juntos fueron hacia donde el primero tenía su caballo, atado a uno de los árboles cercanos. Allí el mensajero, preparado a saltar sobre la cabalgadura, pareció esperar alguna razón, mientras don Pablo continuaba silencioso, acariciándose maquinalmente la barba y el bigote.

–¿Qué, no tiene ningún recao?

–Sí: dígale a Doña Ana, que está bien… Y que me encomiende a la Santísima Virgen, mi patrona…

No dijo más ni su interlocutor esperó otra palabra, sino que, montando a caballo, luego de estrechar la mano de Romo, picó espuelas en dirección al camino de La Sierra.

El rancheador, llevando apretado en la mano el billete recibido, tomó por la calle Real, al Norte de la Iglesia, en cuya esquina estaba la tienda más importante del pueblo, yendo, por una calle a la que daba nombre la cerca de piñones de una estancia, hasta su casa, una de las mejores entre las cercanas a la Plaza de Armas. Allí vivía apartado de todos, en compañía de una esclava y de sus únicos amigos: dos perros, famosos por su ferocidad. Cuando estuvo a solas, leyó nuevamente el mensaje. Eran muy pocas palabras, escritas con la letra pequeña y retorcida de la época:

“Esta noche llegan. Necesito verle”… Y, a modo de firma, una “A”, enlazada a elegante rúbrica.

Para don Pablo eran elocuentes aquellas pocas líneas: dentro de poco tendría ocasión de vengar el ultraje inferido a su honra y a la honra de su señora: los dos infames (la mujer, en cuya fe había fiado y el hombre, en quien puso su mayor amistad) estarían en sus manos.

¡Ah!, venían los canallas, a gozar de su amor y hacer gala de su triunfo. Ella ante la hermana ofendida y cerca del hombre engañado, él junto a las esposa humillada, provocando la cólera del amigo a quien no supo respetar… venían, después de la traición y la fuga, a buscar el refugio de su casona de La Sierra; a insultar con la audacia de su presencia el dolor de la esposa y hermana, a desafiar la ira del amante burlado… ¡No, no reirían!... Y siguiendo la fuerza de su pensamiento, juró Romo en voz alta, rabiosamente:

–¡Por la Santísima Virgen, mi madre y patrona!

Poco después del mediodía salió don Romo de su casa, por la portada que se abría al fondo, sobre el camino del Rincón. Iba como a una de sus acostumbradas cacerías humanas: al arzón las dos pistolas, cruzado por delante el trabuco, los dos perros feroces siguiéndole, prontos a la voz de ataque.

Por el callejón de Sacalohondo primero, entrando por la estrecha callejuela del Cementerio después, salió a coger el mismo camino que, por la mañana, al despedirse, cogiera el montuno. Los vecinos no se extrañaron al verle; seguramente iría rumbo a cualquier palenque de cimarrones, escondido por las estribaciones de Managua…

No era, sin embargo, ese empeño el que animaba hoy al feroz perseguidor de infelices esclavos fugitivos, ni era la zona lejana de Managua aquella adonde se dirigía; iba hacia la vuelta de Tirabeque, a la señorial mansión de Doña Ana de Marín, hermana de la mujer a cuyo nombre estaba unido el nombre del rancheador y esposa del fementido amigo que le robara honra y cariño.

Llegado a la finca, una esclava sirviente le llevó hasta donde su ama esperaba.

Largas horas estuvieron encerrados, en mutuo desahogo de sus odios y preparación de sus planes los dos ofendidos amantes. Cuando enderezó Romo su cabalgadura en dirección de Santiago, ya el sol empezaba a caer tras el domo de la Vigía y la campana mayor llamaba los fieles al Rosario.

Se detuvo el jinete allí donde la sagrada voz y, con la cabeza descubierta, musitó la oración de la tarde:

–El Verbo se hizo carne y encarnó en las purísimas entrañas de María… ¡Dios te salve, María!... Se persignó devotamente y, picando espuelas, volvió grupas a la villa, yendo a buscar el camino de La Habana, por una serventía abierta entre estancias de labor, por tierras de Cruz y de Sosa.

Caminando poco a poco, refrenando su impaciencia para dejar correr el tiempo, las sombras de la noche le alcanzaron cerca de Los Amaros, lugar donde tres o cuatro bohíos y una misérrima bodega de guano y tejas, pugnaban por iniciar un lugarejo; entre los extensos guayabales de Cervantes, los potreros de Xenes y los tupidos montes de Doña Juana.

Hurtó el jinete la pequeña tienda y los humildes ranchos; se adelantó un poco más y fue, asegurando antes el corcel a uno de los árboles que flanqueaban el camino, a emboscarse entre unas malezas, abrigado por las soledades de San Isidro.

Listos tenía el trabuco y las pistolas; junto a él acechaban los dos mastines fieros, esperando la voz de mando…

Pasó una hora… otra… a la vuelta del cercano paraje de Rancho de Boyeros, sonaron las pisadas de dos cabalgaduras que se acercaban. Una sonrisa feroz contrajo los labios del emboscado, que acalló de un manotazo, el gruñido sordo de sus canes.

El ruido se hacía más y más distinto, se acercaba más; pronto se mezclaron a él las voces de dos personas: un hombre y una mujer. Se aproximaban confiados y alegres. Reían y bromeaban, ajenos al peligro.

¡Ya estaban junto al hombre escondido, llegaban…!

Azuzados por su dueño, los dos feroces perros saltaron a mitad de camino, haciendo presa furiosa en las bestias. La mujer lanzó un grito y el hombre trató de sacar un arma; pero el trabuco del rabioso rancheador, cortó su gesto y su vida, destrozándole el pecho con la fuerza de su carga siniestra… Cayó la víctima con horrible estertor, ante el pavor de su compañera, que no acertaba a comprender aquella inesperada tragedia y se debatía, ya en tierra, contra los enardecidos canes, implorando socorro a las sombras… Entonces, el vengativo esposo, detuvo con un silbido la acometividad de los animales y, de un salto, se plantó frente a la espantada mujer.

Le reconoció ésta a la luz de la luna recién aparecida, que se filtraba por entre las ramas; le vió satánico, pavoroso, los largos cabellos en desorden, los ojos encendidos, la colérica faz torcida por una mueca de odio.

–¡Perdón!... ¡Perdón!... –clamó en el colmo de la angustia.

Don Pablo no la oyó, no quiso oírla:

–¡Reza tus oraciones!—barbotó–. El Señor es el único que puede perdonarte. Levantó el brazo armado de una de las pistolas; vaciló un instante. Y, enseguida, arrojando aquella arma, leve a su saña, sacó del cinto su ancho navajón de acero:

–¡Toma, infame! ¡Toma!... ¡Pa que te veas con él en los Quintos Infiernos!

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Dando un rodeo, volvió al pueblo el asesino, por el callejón del Wajay. Se ocultó de la Ronda, que hacía con algunos vecinos el Capitán Pedáneo, y fue a refugiarse en la solitaria guarida de su solitaria casa, con sus fieles perros y su vieja esclava.

Desde entonces, abandonando toda actividad anterior, encerróse entre los muros de la hosca mansión, sin querer ver ni oír a nadie, sin otra comunicación con el mundo que las obligadas salidas de la esclava para comprar alimento o traer el dinero de la renta que le producían dos pequeños sitios de los alrededores.

Y pasaron los años… Cinco… Diez… Quince… Un día, la vieja esclava salió a la calle despavorida, temblando de pies a cabeza: su amo se moría. Solo, silencioso y huraño, acababa su existencia. Y moría sin confesión, rechazando todo auxilio divino… La temblorosa negra juraba, en su enrevesado lenguaje, que el Diablo en persona, permanecía desde tres días antes a la cabecera del moribundo.

Por morir sin confesión, no pudo don Pablo Romo enterrarse en sagrado y la casa hubo de ser exorcizada, para alejar de su seno los demonios. Después quedó cerrada y desierta durante mucho tiempo. Las gentes aseguraban que, por las noches, a lo largo de sus paredes, la sombra del temible rancheador, se paseaba incansable, como empujada eternamente por el remordimiento.

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Del número extraordinario de la Revista del C.I.R. dedicado a la conmemoración del 53 aniversario de la fundación del Centro de Instrucción y Recreo (febrero de 1935).

* El historiador municipal Francisco Fina García, en su obra Tradiciones y Leyendas de mediados del siglo XX (reproducida en este sitio), habla de Don Pablo Romo, el temible cazador de cimarrones, y de sus apariencias espectrales.

2 comentarios:

  1. me gusto mucho el escrito,nunca habia oido hablar de esta leyenda

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  2. Tanto en el escrito de M. Salinas como en el de Francisco Fina hay un error histórico, pues en estos se dice que Romo vivio entre finales del siglo XVII y principios del XVIII, pero la historia deja bien Claro que fue en el siglo XIX, cuando molieron los ingenios San Ignacio de La Pita (propiedad de Juan Nuñez de Castilla, Marquez de San Felipe y Santiago)y La Luisa, La Nueva Luisa o Cadiz, según cualquiera de sus tres nombres. El ingenio San Ignacio de La Pita estaba en lo que es hoy la finca La Pita, pasando el reparto Sierra Maestra, a la derecha y el otro, La Luisa, estaba aproximadamente en lo que es hoy el minimax del reparto Sierra Maestra.
    Osvaldo Jiménez Vázquez

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