viernes, 21 de noviembre de 2008

Las gallinas de la abuela

por Giraldo Raymond de Con / Gijón, Asturias Entre los recuerdos más agradables que tengo de la niñez, el amanecer de mi abuela y sus gallinas es imborrable. Como una buena parte de las casas en Santiago de las Vegas, la nuestra tenía patio. Junto a las matas de plátano manzano y un naranjo agrio teníamos una jaula donde pernoctaban las gallinas. Cuando aun no había amanecido salía la abuela con una cazuela de pan mojado con leche. El revoloteo era inmediato y todas salían en busca de aquel manjar. Recuerdo que yo le daba nombre a todas, y era el encargado de recoger los huevos que ponían diseminados por todo el patio. Algunos nidos se dejaban para reproducir; había ocasiones que dos o tres sacaban pollitos y era fascinante verlos correr detrás de la madre o huyendo de algún insecto que les hacía frente. Tarzán era el nombre del dueño del corral y les aseguro que hacia gala de su nombre. El pobre falleció durante un ciclón, pero dejó todo un legado. Las gallinas lloraron su ausencia.

En casa era obligado tomar un huevo crudo en una copita de vino dulce; según la teoría subía la hemoglobina. Cuando alguien enfermaba había que sacrificar a una de las gallinas para hacer un buen caldo, que te lo hacían tomar muy caliente y debajo de una colcha. Era un momento doloroso, porque escoger quien sería la víctima costaba trabajo.

Almorzar arroz blanco o harina de maíz con huevo frito era frecuente y de verdad que era exquisito. Después de años fuera de Cuba un buen amigo me hizo recordar todo lo importante que eran las gallinas y sus huevos; nos hemos acostumbrado a los huevos de granja y se nos olvidan aquellos que resplandecían como soles de lo amarillo que eran.

En nuestras conversaciones ese amigo y yo hacemos constante referencia a la posibilidad de criar gallinas y recoger en un cesto esos huevos morenos. Quizás lo hemos tomado como símbolo de un pasado que nos une en el presente.

Ya no está la abuela, ni las gallinas ni los huevos, pero nuestra amistad nos hace tener el mismo sueño aunque nos separen miles de kilómetros.

[Nota del editor: Ese amigo, para quien no lo haya adivinado, no es otro que Ismael Balido, quien tuvo el indescriptible placer en mayo del 2008 de compartir con Giraldo y su familia en Asturias unos huevos fritos casi como los de la abuela].

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